El escenario es escueto: dos mesas y cuatro sillas en una
esquina de la terraza de un restaurante. Apenas amortiguado por la sombra, el
calor espesa el aire comprendido entre los paneles y el toldo que delimitan el
espacio. Es de esos días en los que estar en la calle parece un acto de
temeridad.
La primera pareja lleva un rato allí. Son jóvenes y rubios, con
aire vagamente sajón, y se miran de tanto en tanto con la complicidad de los
niños que juegan. Entre ambos, una botella de vino rosado se refresca en un
cubo con hielos. Se intercambian pocas palabras y, cuando lo hacen, es en voz
baja. Las manos que se buscan por encima de la mesa y los pies que se tantean
por debajo dicen mucho más. Comparten los platos, saborean cada bocado, siguen
mirándose como si les faltara el tiempo.
En la otra mesa, el contrapunto. Treinta y tantos, morenos,
delgados. Primero llegó ella, que sacó el móvil en cuanto se sentó y empezó a
teclear como sin ganas. Luego apareció él, en la mano un libro que abrió
después de acomodarse en la silla. Ella juega, él lee. Cada uno pide lo suyo,
evitando cruzarse las miradas, las palabras, hurtándose cualquier clase de
contacto. El camarero trae las bebidas y el da un sorbo a su cerveza sin
levantar la vista del libro. Cuando llega la comida, ella apenas toca la
ensalada pero desliza el tenedor vacío por el plato, chirriante.
La pareja más joven termina antes, aunque se demora en un
pequeño brindis y el roce de un beso. Piden la cuenta con una sonrisa, se
marchan cogidos de la mano bajo el picante sol de la sobremesa.
Tengo que irme antes de que acaben los otros y me pregunto
si pagarán la cuenta por separado. Los imagino levantarse y echar a andar con
un espacio entre ambos cada vez más ancho, ese silencio inmenso previo a la
fractura y el desmoronamiento.