Leer es un vicio solitario que se puede compartir.

Tengo otros pero suenan menos adecuados.

¡Felices fiestas y felices lecturas!

En estos días de tiempo atropellado por los compromisos familiares, comidas y cenas casi siempre abrumadoras y compras intensivas, encontrar el momento para leer parece una prueba tan difícil como encontrar la última muñeca de moda, esa que quieren nuestra niña y mil más y que ha desaparecido de todas las tiendas que has visitado... Pero el momento existe, lo sabes porque has aprendido a encontrarlo, abriéndote paso entre los paquetes, los turrones y las felicitaciones a todas horas. Y aquí estás, acurrucada en el sillón durante esa sobremesa en las que todos dormitan, envuelta en las sábanas de la cama antes de despedirte del agotador día o, incluso, atrincherada en el cuarto de baño porque es el único sitio donde se te respeta la soledad. Leyendo.
¿Y qué estás leyendo? ¿Qué libro has elegido para estas fechas? ¿Uno que tenías pendiente, el que te dejó Papá Noel junto al árbol anoche o has escogido especialmente uno de temática navideña?
Cada año, al llegar estas fechas, aparecen innumerables libros que giran en torno a la Navidad, muchos de ellos viejos conocidos. Los escaparates están llenos de ejemplares de “El cuento de Navidad” de Dickens, está claro, pero también he visto “El cuento de Navidad de Auggie Wren” de Auster y la recopilación de relatos irónicos “Navidades en Cold Comfort Farm” de Stella Gibbons, entre otros.
Yo sí he caído en el tema navideño, en parte gracias a mis compañeros del foro “Abrete Libro”, a los que me he unido en los comentarios a las preciosas “Cartas de Papá Noel” que Tolkien escribía a sus hijos pequeños y que podemos disfrutar gracias a una preciosa edición de la editorial Minotauro. Con ellos también, hemos retomado la tradición británica de leer historias de miedo en estos días y, cada día, comentamos uno de los cuentos que forman “El guardavías y otros relatos de fantasmas”, de Charles Dickens. Además, los “Cuentos navideños políticamente correctos” de James Finn Garner me despiertan la sonrisa sardónica a ratos.
Y  vosotros, ¿qué leéis?

Puntos de lectura: coleccionismo y uso


Todos tenemos alguna faceta acumuladora, perdón, coleccionista que nos impulsa a recopilar objetos que nos gustan de forma especial, que evocan alguna sensación o, simplemente, que aparecen por alguna magia caprichosa ajena a nuestra voluntad y tienden a multiplicarse, a veces se diría que por partenogénesis.

En mi caso, además de los sempiternos libros, son los puntos de lectura.

La colección empezó un poco a lo tonto, la verdad, y de modo casi involuntario, como suele suceder con más frecuencia de la que desearíamos. Tuvieron mucho que ver su pequeño tamaño, lo asequible de su precio y, desde luego, su obvia utilidad para la práctica de mi obsesión favorita. Al principio no eran más que un complemento necesario en mis múltiples lecturas y me limitaba a acopiar los marcapáginas promocionales que te daban en las librerías al comprar o repartían a discreción en las ferias de libros anuales. En una palabra: desechables. Más tarde, comencé a fijarme en los que vendían en los mostradores de esas mismas librerías, atractivos y perdurables, y uno de los dependientes que me conocía ya por ser asidua cliente tuvo, un día, la generosidad de regalarme junto a mi compra un bonito marcapáginas con mi inicial: ese fue el primer paso de un delirante recorrido por el amplio mundo de los puntos de lectura. Ferias de artesanía, museos y bibliotecas, escapadas viajeras… Los veía por todas partes y, acto seguido, algunos acababan en mi bolso (previo pago del ejemplar, por supuesto). Como recuerdo son manejables y baratos; una vez en casa no ocupan mucho espacio y, también, son una espléndida opción si quieres tener un detalle que no suponga un compromiso.


La gente de mi entorno recogió rápidamente la idea y, al poco, comenzaron esos pequeños obsequios hechos como de casualidad (“si no es un regalo, mujer, es sólo una bobada”), que además se iban sumando a mis propias adquisiciones, y lo que había sido un montoncito dócil como un rebaño se convirtió en una jauría fuera de control. Confesaré, no sin una pizca de bochorno, que la primera medida que tomé para dominarlos fue una tanto tajante: el expurgo. Me porté como un inquisidor implacable a la hora de separar de la manada a los más débiles, esas endebles cartulinas con las que las editoriales anuncian las últimas publicaciones que pretenden endosar a cualquier precio; tras un juicio rápido, la sentencia promulgaba un único uso y su posterior ejecución en el contenedor de residuos de papel. Pese al discriminado exterminio, los marcapáginas continuaban creciendo y, obligada a ponerles algún límite, decidí confinarlos en una caja decorativa adquirida expresamente para ellos.

Pero el uso de los puntos de lectura es marcar las páginas de los libros, por lo general cuando se están leyendo, aunque muchas veces se quedan ahí después, ¿y qué mejor lugar? Su hogar está entre las páginas, marcando un punto de la lectura que nos interesa. Así que decidí devolverles la identidad y mantener su relación más que simbiótica con los libros, en lugar de languidecer encerrados. Y ahora están buscando huecos entre todas esas hojas que canturrean seductoramente desde las estanterías, se buscan los unos a los otros, intentando entablar conversaciones coquetas o, quién sabe, quizá una convivencia permanente o un amor definitivo.

Notas de cata: Elizabeth Gaskell, Terry Pratchett, Angela Carter, A.S. Byatt, John Steinbeck, Alfred de Musset, Julian Barnes.

Este ha sido un mes de lecturas diversas en el que he finalizado dos libros que tenía mediados, "Las crónicas de Cranford" de Gaskell y una recopilación de relatos góticos que me tenía expectante, además de trabar conocimiento (¡por fin!) con el reputado Julian Barnes, me he reído con uno de mis estimulantes favoritos (sí, hay libros mejores que las pastillas) y, en general, he seguido disfrutando con grandes lecturas. Aquí está el resultado.


MILADY LUDLOW. Elizabeth Gaskell
La tercera novela corta que conforma el volumen “Las crónicas de Cranford” es más tardía que las anteriores, una obra más madura y, en cierto modo, más agridulce. Tiene en común con las anteriores el estudio de caracteres de la burguesía y la aristocracia rurales, el humor irónico y la crónica social, aunque ha crecido. El retrato del personaje central, Lady Ludlow, es sensacional: resulta humana por lo contradictoria, llena de orgullo y prejuicios pero también de amabilidad y generosidad. Aunque tiene tintes algo más dramáticos que las anteriores, es otra auténtica delicia.


BRUJERÍAS. Terry Pratchett

Toda una declaración de humor y de amor. Amor al poder de la palabra en general y al teatro en particular, a primera vista podría parecer una parodia de Shakespeare (de ‘Macbeth’, sobre todo), pero en realidad es un homenaje en clave satírica. Las fantasías cómicas de Pratchett son ácidas, desaforadas y, no obstante, llevan muchas cargas de profundidad y esta no es menos. En manos de la risa esgrime críticas a veces feroces y, como suele ser habitual en él, te hace pasar un rato estupendo y, además, pensar un poco, que nunca está de más.

El infamante caso de la reseña asesina

Parecía una noche como cualquier otra, rutinaria y anodina, una noche de esas en que el tiempo se mide en goterones de silencio vertiéndose en átona cadencia.

Vagabundeaba sin rumbo, incapaz de combatir el hastío que tantas veces lo acosaba, como si nada le importara fuera de ese mero deambular. De tanto en tanto, se detenía en algún rincón que se le antojara menos sombrío, iniciaba tímidos escarceos que se frenaban tras el primer acercamiento, retomaba el errático paseo. Hasta que la vio en la entrada de aquel portal desconocido. Fue como un destello en el rabillo del ojo. Una sombra más entre el montón y, de repente, cobraba forma independiente destacando sobre el fondo plano.

Promisoria en su apariencia, lo atrajo sin remedio. Al aproximarse le pareció aún más intrigante. Sintió latir los primeros pulsos de la excitación. En una sola mirada, comprendió que estaba hecha para su placer; tenía que ser suya. Una sonrisa sesgada despuntó en la comisura de sus labios mientras avanzaba hacia ella.
El ataque sobrevino de pronto, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Cayó sobre ella veloz y letal, como el hachazo de un verdugo, destrozándola en un momento, y él se quedó paralizado ante la carnicería.
¾No me dejes ir¾ le pareció que murmuraba todavía.

El lector vaciló. La lectura yacía moribunda frente a él, sangraba palabras por cada herida, se desmenuzaba poco a poco mientras él se limitaba a contemplarla con impotencia. Y a su lado se erguía la reseña, llena de un orgullo teñido de ingenuidad pues, en su sonrisa, en vez del desafío que esperaba, algo hacía pensar que no era del todo consciente de lo que había hecho.

Finalmente el lector dio media vuelta y se alejó cabizbajo, en busca de alguna lectura intacta.

Extracto del “Diario de las Letras Impuras”, sección “Acontecimientos de la rue”:
“¡Un destripador anda suelto!
Anoche, otra lectura fue cruelmente degollada y echada a perder ante los ojos aterrados de un potencial lector. ‘Han matado a mi lectura’, declaró éste al ser interrogado durante la investigación de los hechos. ‘He perdido mi oportunidad’. Con éste ya son varios los crímenes cometidos contra los libros sin leer, en estos últimos días, por lo que parece obvio suponer que se trata de uno o varios asesinos en serie.

Aconsejamos, por tanto, a nuestros clientes evitar las zonas umbrías o, al menos, salir corriendo a la menor señal amenazadora.


Este pequeño atentado contra el relato policial viene a colación de una presunta reseña que encontré hace un par de días en internet, hiperespacio multidimensional donde los haya en el que todo cabe, desde pequeños planetas que respiran vida hasta meteoritos desatinados que te aplastan a traición. Fue uno de estos el que impactó contra mí con tal fuerza que estuvo a punto de hacerme saltar las lágrimas. Entraba en la órbita de una página sobre libros, intrigada, cuando el título de uno me llamó la atención. Supongamos que fuera “El cultivador de historias”, por decir algo. Debajo de la imagen de la portada, de un simpático estilo naïf, el creador de la página reseñaba la novela y, hambrienta de novedades, comencé a leer lo que, esperaba, me daría una impresión general de la novela.

“El protagonista, un hombre de cuarenta y tantos años que vive solo porque su novia de toda la vida lo abandonó porque él no parecía decidido a casarse y formar una familia, como a ella le hubiera gustado, trabaja en la biblioteca de un pequeño pueblo de la Inglaterra rural de los años 80 y está obsesionado con los libros pues, incluso en su tiempo libre, no se dedica a otra cosa que leer y catalogar sus libros y sueña con escribir una novela inolvidable, pero nunca se termina de poner a ello.”

Aquí no tuve más remedio que detenerme a respirar, aunque no estaba leyendo en alto. Era prodigiosa la capacidad de descripción de toda una premisa de una historia en una sola frase. Lástima que resultara tan larga. Entonces, pobre incauta, continué leyendo con la esperanza de encontrar alguna opinión del entusiasta comentarista que me conmoviera.

“Me decepcionó descubrir que, aunque me gustaría que al final hubiera escrito su novela y fuera un gran éxito, acaba siendo un fracasado igual que al principio.” ¾¡¡¡Aaaaarrrrrrrggggg!!!¾ “Y la chica a la que ayuda a huir después de haber robado la recaudación de la caja del supermercado en el que trabajaba, por rencor a su jefe que la había dejado embarazada, termina suicidándose en vez de enamorarse de él.” ¾¡Maldición!¾ “Si él hubiera escrito su novela sobre eso, habría sido un final muy original. Un libro sobre un hombre que escribe un libro. La última escena, en la que él se levanta como todos los días para ir a trabajar a la biblioteca, en medio de la lluvia, es tristísima.” ¾Oh, qué portento de síntesis homicida¾. “Está muy bien escrita. Hay muchas referencias literarias a muchos otros libros de varios autores y, como está llena de notas a pie de página, no te pierdes ninguna.” (Perdona, ¿decías algo?) “En resumen: te recomiendo leerlo.” ¾Eeeeh, en otro momento, si acaso, preferiblemente después de un golpe en la cabeza que me haga perder la memoria¾.

Este no es un caso aislado. Por el contrario, la infamia se generaliza hasta cotas espeluznantes por mor de una generosidad lectora mal entendida. Algunos no reseñan los libros: les practican una vivisección. He leído reseñas que, como la anterior, parecían perpetradas con alevosía. Hay algo equivocado en una técnica de captación del interés basada en describir los entresijos de la historia y no precisamente a grandes rasgos.

La lectura es un acto sensual y presentar un libro tiene que despertar las sensaciones, no hacerlas tambalear. Lección de erotismo lector: en el reclamo, resulta más sugerente quien oculta y promete a quien todo lo enseña. Un poco de misterio siempre nos atrae.
Conviene dejar los análisis para las clases y los grupos de lectura: si intentas escribir una reseña, no puedes hacer un resumen del argumento que destripe la historia como quien eviscera un pato. “Idea general” y “sinopsis” son absolutamente opuestos a “con todo detalle”. Expláyate hablando del estilo, si quieres; del ritmo, de la expresividad del lenguaje o de la épica de la historia… Opina, cuenta tus impresiones y ofrece una visión general, pero descarta describir la lectura con pelos y señales o te convertirás en otro asesino infame e infamante.

Notas de cata: A.S. Byatt, Harlan Coben, Audur Ava Olafsdòttir, Jane Austen, Elizabeth Gaskell, Wilkie Collins.

Este mes han tenido predominancia las lecturas escritas o ambientadas en la Inglaterra del siglo XIX, aunque también ha cabido la intriga policíaca y la extraña personalidad de un joven islandés amante de la jardinería.
Aquí está el resultado de la cata:

POSESION. A. S. Byatt

En un juego literario y metaliterario espléndidamente hilado, Byatt recrea la investigación sobre la vida y obra de dos escritores victorianos por parte de un grupo de estudiosos de la Inglaterra contemporánea. Se desenvuelve con brillantez en múltiples cambios de perspectivas, de voces e, incluso, de estilos y consigue dar verosimilitud a unos personajes absolutamente ficticios, gracias a la estupenda recreación de los ambientes, tanto en las partes históricas como en las actuales. Hay momentos en los que se duda de que los escritores recreados sean de verdad inventados. Por otro lado, el crudo retrato de las obsesiones de los eruditos que evidencian todas sus carencias de habilidades sociales, a veces rozando la misantropía, es muy bueno aunque resulta algo desalentador. Exhaustivo de principio a fin, leerlo requiere concentración para no perderse ningún detalle, ninguna pista, pero en resultado es enriquecedor de todo punto.

Como una novela, de Daniel Pennac


Leer: imposición, castigo o suplicio; necesidad, evasión y placer. La confrontación con los libros está llena de posibilidades. Puede ser una aventura. Así lo relata (sí, lo relata) con fascinante brillantez Daniel Pennac en “Como una novela”.
No recuerdo exactamente cuándo lo leí por vez primera, pero apenas había pasado unas pocas páginas y ya se había convertido en uno de los libros que (ya lo supe entonces) iba a tener siempre a mano. Uno de esos que no quiero olvidar.


“El verbo leer no soporta el imperativo.” Con ese principio, ¿cómo no enamorarme? Y eso que nunca hizo falta que se me obligara a leer, ni siquiera en los más torpes inicios. Al contrario, si en algo tenían que esforzarse los adultos a mi alrededor era en separarme del libro que tuviera entre las manos, porque siempre había alguno. Me extraña que no llegaran a utilizar una radial. Por otro lado, han estado siempre esos otros que miraban al libro como si fuera un amenazador objeto de otro mundo y a ti como si padecieras una enfermedad contagiosa.
Durante la mayor parte del pequeño pero intenso ensayo, Pennac narra el proceso por el cual un pastor de mentes conduce a un renuente rebaño hacia los mejores pastos.

Es una narración en todo punto, una sucesión de acción y reacciones por parte de varios personajes, con su inicio, su desarrollo y su desenlace. Como una novela. ¿Y cuál es el tema? Un tema universal: el amor. Sí, el amor por la lectura, desde que nace tímidamente, como sin querer, y va cobrando fuerza, paso a paso, y se va volviendo arrollador hasta llegar a lo más alto. Esa pequeña manada de adolescentes, que Pennac describe con irónica ternura, se deja llevar por la astucia de un profesor que los conoce muy bien y los va viendo enamorarse.
Igual que ellos, yo me fui enamorando de este libro, de su alegría, de su vitalidad, de su defensa del espíritu independiente. Pasé buena parte de la lectura (¿o fue toda?) con una sonrisa cosquilleándome en los labios, cuando no rindiéndome sin resistencia ante la carcajada. La lista de “Para qué leer” es más que una perogrullada o una obvia ironía: es una realidad que, sobre el papel, arranca una sonrisa inevitable.

Recrea escenas que reconocemos enseguida, porque en algún momento las hemos vivido. Las famosas preguntas “¿Pero no has leído…?”, o “¿Cómo puedes no conocer…?” se suman al “Todo el mundo lo ha leído” y, lo que es peor, “Está super de moda”. Para nuestra desgracia. A veces nos desanimamos, otras veces nos retan. A mí, por lo general, me llevan por la calle contraria (soy obcecada, lo reconozco).
Y, luego, está el desenlace estrella: los derechos del lector. Oh, maravilla.

Pennac se anotó un tanto al enumerarlos pero, sobre todo, al nombrarlos: derechos. No mandamientos o disposiciones, sino derechos. Cómo podemos leer, si nos place. En una vida tan llena de obligaciones y tacaña con los privilegios, si no son para unos cuantos, poco hay tan universal como el amor y la lectura, tan imbricados a veces. El amor a la lectura, tan pasional como otros, se encuentra demasiado a menudo con guías y listas y cánones que indican cómo encauzarlo. Esta lista es diferente. Y lo engrandece.
Es cierto que pasa de puntillas por algunos temas, como el de los malos libros, pero me deja con la sensación de que, al presentarlos, pretende que saquemos nuestras propias conclusiones. Porque, al final, es la intención del libro: llegar a gozar de la lectura desde la libertad.

Yo, es que leo en cualquier sitio...

No hace falta que lo jures. Te he visto pegada a tu libro como si el resto del mundo no existiera. En el autobús y en el vagón del metro, en los pasillos de conexión, en las escaleras mecánicas, caminando por la calle hasta llegar a la puerta del trabajo e, incluso, pasar la tarjeta para fichar la entrada con una mano mientras la otra sigue sosteniendo el libro, porque no puedes apartar la vista justo ahora, a mitad de un párrafo tan interesante. Me sonrío, pero te comprendo porque a mí me pasa lo mismo. Cuando estás engullida por la historia hasta tal punto que salir de ella te cuesta esfuerzo, podrías leer sentada en la punta de un pináculo de la catedral de Burgos sin pensar en el abrazo del frío, hasta convertirte en una gárgola. 

Entre los mitos del Hollywood de antaño se contaba uno según el cual W.C. Fields, el viejo cómico, hacía honor a las siglas de su nombre teniendo la biblioteca en el cuarto de baño. No sé hasta qué punto será cierta la leyenda, pero sí es cierto que mucha gente tiene, al menos, un revistero allí colocado, provisto de material suficiente para procurar distracción durante ciertos íntimos momentos. Y no me refiero al alimento de la libido autocomplaciente. Aunque pocos lo confiesan, muchos entretienen el estreñimiento con lecturas evasivas. Tengo una amiga que guarda siempre un libro allí para los ratos de auténtica soledad (es el único lugar donde los niños dejan de ser un apéndice a mí pegado, reconoce con ligero aire de culpabilidad). Y otra a quien le encanta relajarse en la bañera llena de agua cálida y espumosa hasta las axilas, con la espalda recostada como en una tumbona, escuchando música suave, un libro entre las manos y una copa de vino en el taburete junto al borde. Esa sola imagen ya me hace relajarme a mí también. Es la versión adulta del libro impermeable y los patitos de un bebé.
Habituales son las terrazas, las de las cafeterías o la de tu casa, los porches y las balconadas. El banco en el parque, la manta en el campo y la toalla en la playa. Junto a un río refrescante, bajo la sombra de un árbol o balanceándote en un columpio. Esa esquina del cruce mientras esperas a alguien que se retrasa (qué rabia si no llevas un libro que ayude a atenuar la impaciencia). La cafetería donde ya te conocen y te sirven tu café en vaso, largo de leche, de siempre y, cuando levantas la mirada para agradecerlo, el camarero te guiña un ojo diciéndote: “Ese te va a durar un suspiro”. Porque ya sabe que esa delgadez del lomo no es rival para ti. Y más de un volumen de tu biblioteca particular guarda las huellas, en sus páginas, de haber compartido contigo la comida.
No queda nada bien ir de acompañante en el coche y leer mientras el conductor no despega los ojos de la carretera, aunque ganas no te falten. Así que aprovechas la parada de repostaje en la gasolinera para sacar el libro de la guantera y aprovechar esos míseros minutos para adelantar página y media, como un morfinómano con el mono, y sonríes vergonzosamente a tu compañero cuando vuelve al coche y te ves obligada, por tu conciencia culpable, a cerrar de nuevo el libro.
Tampoco es responsable la lectura en el puesto de trabajo. ¡Pero cuánto irresponsable anda suelto! Otra de mis amigas se llevó más de un rapapolvo por tener la novela de turno debajo de los papelotes repartidos por la mesa. Abierta. Otro sistema que he visto es guardarla en el cajón de la mesita auxiliar y abrirlo disimuladamente, como un estudiante copiando en un examen. Con más desfachatez, algunos la abren sobre la mesa vacía, apartando un poco el teclado o usándolo a modo de atril. El descaro es tan arrollador que hay jefes que ni se atreven a interrumpirles el impúdico momento.
Se puede leer mientras se vacía el lavaplatos. Ni lo dudes. Mientras puedas sostener el libro con una sola mano tienes libre la otra para coger platos y vasos y colocarlos en la alacena, sin problema ninguno. Puedes verte en la necesidad de depositarlo en la encimera para coger con ambas manos una cazuela algo más pesada, pero mantenlo abierto y, aun así, algo pillarás. Supongo que leer y tender al mismo tiempo es más difícil, eso no lo he probado. Ni leer y planchar. Ahí seguro que me quemaría el dedo. (Inciso: ¿alguien sabe quién inventó el planchado? Si no estuviera ya muerto, yo volvería a matarlo.)
Hace años cogí el gusto de leer sentada en un banco en un paseo frente al mar. Al otro lado del muro que me guardaba las espaldas, había un campo de golf y el resto del paseo discurría sobre una cala tranquila. El sonido de las olas acompañaba las palabras y, de tanto en tanto, descansaba las pupilas con la vista del horizonte oscilante. Era todo un placer. Hasta que, un día, una pelota de golf huyó de su recinto y, en un impulso suicida, sobrevoló mi cabeza para precipitarse acantilado abajo. Huelga decir que el susto acabó con la sensación placentera. No regresé.
He visto leer en una barca, los remos sujetos a la borda, a veces junto con una caña de pescar, y mientras la brisa marina besa las hojas del libro. Uno ha de sentirse como un bebé en una cuna, imagino; desearía probarlo. Más resguardada es la lectura de cabina, o de camarote, pero tampoco forma parte de mi bagaje. Mi experiencia marinera es prácticamente nula, salvo contados paseos en lanchas playeras.
Leer en la cama es normal, si bien lo lógico es hacerlo por encima de las sábanas. Ocultarse debajo, una vez apagada la luz por orden parental expresa, armados con una linterna que alumbre ese tesoro de palabras… eso, también. ¿Quién no ha tenido que hacerlo, al menos hasta que uno de tus exasperados progenitores acudiera, llevado por su superior presciencia, a arrancarte también ese último recurso?
Escondida en el hueco bajo la escalera, en el armario trastero, en ese rincón tras la columna del garaje donde sólo el gato se acerca. Sentada en el alféizar de la ventana, en el pretil de una baranda, en el último escalón junto al altillo. Hecha un nudo en el sillón favorito de tu casa o, tiesa, en la más incómoda silla de tu abuela. Tanto da. Cualquier lugar es bueno cuando sabes que vas a disfrutar.
Habrá rincones insospechados que no alcanzo a imaginar. Igual tú los conoces. ¿Por qué no te acercas un poco y me los cuentas?

El mago de Oz, de L. Frank Baum

Supongo que la primera historia de infancia que me quedó grabada fue ‘El mago de Oz’, aunque realmente no se trabata del libro sino de la película. Ni siquiera me acuerdo bien porque, al parecer, sólo tenía tres años y quizá no es la memoria lo que juguetea dentro de mi cabeza sino las muchas ocasiones en que me lo han contado. Por lo visto, canturreaba las canciones y recordaba cada escena en que las había oído.

Más tarde, cuando ya supe leer, recorrí las páginas del libro con la misma fruición con que había visto la película. Lo hice más de una vez, de hecho. Cada vez que lo abría, caía dentro de él con la misma fuerza que la casa de Dorothy en Oz y creo que el Espantapájaros fue mi primer amor, o algo muy parecido.

Las aventuras se sucedían con agilidad, recorridas por una sutil corriente de humor, dándonos a conocer toda una pléyade de seres maravillosos hasta alcanzar la conclusión, al final del camino de baldosas amarillas, del gran fraude de Oz.

Ya en aquel momento pensé, al llegar al final, lo fácilmente que nos decepcionan los mayores y cómo nos engaña la vida. A pesar del final feliz, la historia no esconde los defectos y vilezas a que se enfrenta un niño cuando sale al mundo: fuera de casa la vida se hace extraña y hay que buscar la mejor manera de enfrentarla; hay que reunir cerebro, valor, corazón y paciencia, o acaso tesón, para desenvolverse ante las vicisitudes que nos encontraremos inevitablemente.


Mucha filosofía, quizá, para un relato de magia y aventuras que, después de todo, ha servido para entretener a varias generaciones. Cuando se sigue leyendo, versionando o recreando, por algo será.

Libros en los que no pasa nada

Unos días atrás encontré una opinión acerca de la novela “La delicadeza” de Foenkinos que me dejó clavada en el sitio. Me gustaría decir que, al leerla, levanté irónicamente la ceja izquierda para mostrar mi perplejidad de forma elegante, pero no fue así: levanté ambas cejas a un tiempo, sin pizca de elegancia y con bastante asombro. El motivo principal por el cual se había sentido defraudado el lector era, ni más ni menos, que la historia tenía poca acción. Lamentable falta en una historia sobre relaciones y sentimientos, sin duda alguna. No se puede conseguir una buena novela intimista sin el aderezo de un crimen, sangriento a poder ser, o un bombardeo pormenorizado.

Se me ocurren unas cuantas historias que adolecen del mismo defecto. “Cinco horas con Mario”, por ejemplo, ese fiasco tremendo. Páginas y páginas plagadas de inactividad, durante las cuales Delibes prefiere entretenerse en la precisión del lenguaje en lugar de dotarlas de un poco de dinamismo, tal vez haciendo explotar el ataúd. El cumpleaños de “La señora Dalloway” habría resultado mucho más entretenido si, para amenizar la fiesta, hubiera contratado algún payaso que resultara ser un monstruo de pesadilla. Eso hubiera enriquecido de forma clamorosa las corrientes de pensamiento con que Woolf entorpecía la novela. No se comprende “La náusea” si no la ha provocado el descuartizamiento de un sinnúmero de cuerpos víctimas de una guerra de guerrillas o un atroz atentado de los enemigos de la civilización. A saber en qué estaba pensando Camus. Y el desequilibrio mental de la protagonista de “La campana de cristal” no es lo suficientemente tortuoso mientras no se haya convertido en una asesina en serie. ¿Qué sabrás tú de la locura, Sylvia Plath?

Tienes razón, anónimo lector aburrido. No hay nada mejor para mostrar los recovecos de la mente de los personajes que hacerlos moverse de un lado a otro, con ritmo desenfrenado, no vaya a ser que se acartonen y dejemos de creer en ellos. Avanzan, hablan, comen, follan, matan y mueren antes de que pares a tomar aliento. La lentitud es una marea peligrosa en la que puedes zozobrar y ahogarte. Debe haber acción.
Acción. ¿Qué es, exactamente? Si lo buscamos en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, nos encontramos trece acepciones del término a secas, más otras tantas en las que la palabra forma parte de una expresión. Las que aquí interesan son:
1. f. Ejercicio de la posibilidad de hacer. 2. f. Resultado de hacer. (…) 

5. f. En las obras narrativas, dramáticas y cinematográficas, sucesión de acontecimientos y peripecias que constituyen su argumento.
Y, como parte de una expresión: de ~: loc. adj. Dicho especialmente de una película o de otra obra de ficción: Que cuenta con un argumento abundante en acontecimientos, normalmente violentos, que se suceden con gran rapidez.
Visto esto, me temo que la última definición ha contaminado a las primeras y, cuando hablamos de acción en una narración literaria o cinematográfica, de inmediato se piensa en enredos, intrigas, sexo, persecuciones, peleas, asesinatos… Cuando, en realidad, al hablar de la acción de un libro nos referimos a lo que ocurre a lo largo de las páginas, porque siempre ocurre algo, aunque sólo sean pensamientos dentro de la cabeza de un único personaje. Otra cosa es el ritmo de esa acción. Los hechos que se narran. Las reacciones que provocan. La agilidad o el estatismo del argumento.
En “La delicadeza”, por cierto, hay acción, pues se suceden los hechos y las reacciones, aunque no sea una novela ‘de acción’. Los actos vienen dados por los sentimientos y articulan las relaciones con que se arma la narración. Los personajes se mueven, respiran, viven. Aman. Y esa es la esencia de la historia. Una historia muy bien contada, además.
Vamos a ver, alma cándida, usa el sentido de la lógica: la inacción puede ser falta punible en una novela de John Grisham o de Stephen King, pero no lo es en un tratado sobre el budismo. Es como decir que a un bodegón le falta movimiento. A eso, de toda la vida, se le ha llamado perogrullada.
Por cierto, querido lector, te daré un consejo: no leas “Oblòmov”.

El principito, de Antoine de Saint-Exupéry

Por debajo de las marcas que dejaron las gestas de los héroes de la Tierra Media, hay otras algo más tenues y menos enrevesadas aunque igualmente indelebles. Ni siquiera segundas o terceras lecturas, en momentos más maduros, han conseguido erosionarlas.


‘El principito’ es una fábula simplista e ingenua con una obvia moralina. Con todo, es poético. Y cuando me encontré con él me deslumbró.
Aun a años luz de su lectura, puedo ver al pequeño príncipe en su planeta minúsculo, con el pelo revuelto y la bufanda al cuello, los ojos inquisitivos, solo. Y al zorro, que fue mi personaje favorito. Y, a veces, en medio de una situación que me supera, recuerdo el absurdo perfil de la serpiente que ha devorado un elefante.
En medio de toda su inocencia, resulta conmovedor.
Saint-Exupéry consiguió con su cuento transmitir tanto como con sus obras “mayores”, quizá por ser más directo. ‘Vuelo nocturno’ no me llenó y ‘Ciudadela’ me indigestó, pero ‘El principito’ me emocionó de niña y, hoy en día, el regusto aún es bueno. Quizá sea el encanto de la sencillez.

Primeras impresiones

¿No os ocurre a vosotros, a veces, que sólo con un vistazo a un título o una portada la mente se os llena de imágenes evocadoras? Y una especie de vocecilla sorda murmura desde algún recoveco: "éste, éste, coge éste"… Hay un encanto especial en la combinación de ciertas palabras, que encajan como las piezas de un minucioso engranaje y te atraen de forma irremediable hacia ellas. Escritores y editores lo saben bien y lo aprovechan, en ocasiones, para captar la atención. Cuánto talento tienen algunos para elegir títulos llamativos... y cómo nos decepciona el contenido, a veces, después de habernos embrujado por fuera.

Seguro que os ha pasado. Te quedas fascinada mirando esa cubierta verdegrís con un sauce llorón de trazos impresionistas que se fusiona con una corriente plateada bajo la cual lees en un verde más musgoso, algo desdibujado: "Mira mi alma, un remanso de lágrimas"; o aquella otra, más minimalista, en la que las letras de un blanco perlado con tipografía posmoderna parecen relucir sobre el fondo azul noche como estrellas desmadradas: "Pálpito". Y, si te entretienes en ojear la contraportada o la solapa, en la sinopsis o los extractos de las críticas lo rematan: <<Con la lírica prosa de un haiku, Kata Marana esboza una bella historia de amor y desdicha>>, <<Si te gustó "La dulce fragancia de los naranjos en flor bajo el rocío del alba", disfrutarás con esta poética novela>>, <<Tu corazón llorará y cantará con esta historia que no podrás olvidar>>, <<El descubrimiento de un nuevo clásico de la literatura: a caballo entre Thomas Pynchon y Phillip Roth, esta primera novela brillará en el firmamento de los grandes autores>>, <<La agudeza psicológica de Phylo Pony te arrastrará al abismo de lo inexpugnable>>... Y la tentación deviene en pecado inevitable: te lo llevas. Luego, como es lógico, lo lees.


Ni siquiera has terminado el libro cuando estás arrepintiéndote de haberte dejado llevar por aquel entusiasmo inducido. A veces, incluso te golpeas la cabeza contra la pared durante el primer capítulo. Es puro bluf. Mucho glaseado en la cobertura y un pastel inconsistente debajo. La vida del joven Kai, que lucha desde su infancia por obtener el cariño y la aprobación de su desapegada madre, que no se recuperó nunca de la depresión pos-parto diecisiete años atrás, te trae francamente al pairo; sobre todo porque, tal como anunciaba la reseña, está esbozada apenas. Si hay alma, no está en esta novela. Y la odisea interior de un viejo investigador periodístico que, en la búsqueda de su juventud perdida, rememora sus andanzas tragicómicas te deja más fría que un filete de panga congelado. ¿Flujo de pensamiento? ¡Eso es incontinencia en cascada y te estás ahogando! Así que decides no volver a caer en el engaño de lo superficial.... aunque sabes que caerás. Sí. Volverás a hacerlo.

Bien, de acuerdo, no siempre es así. En ocasiones el libro cumple sus promesas, con mayor o menor holgura, y la decepción no es tanta o no hay ninguna. Cuando los deberes están hechos, sobre todo si están bien hechos, un título seductor te lleva a un comienzo que te engancha y acabas abrazada a la historia como un Shiva de seis brazos, sintiendo que las palabras te están haciendo el amor. Entonces, merece la pena.

"Reflejos en un ojo dorado", "La balada del Café Triste", "Viaje al fin de la noche", "En busca del tiempo perdido", "Una temporada en el infierno", "Mientras agonizo", "El poder y la gloria", "Un tranvía llamado deseo" o, incluso, "Mi familia y otros animales" siembran en tu mente una idea más o menos vaga de lo que encontrarás dentro de esas tapas. Se me está ocurriendo un juego, quizá dos:
1) Títulos de libros que te hayan fascinado (¿por qué?) y: a) si ha cumplido las expectativas o no y b) qué esperábais.

2) Títulos ficticios para libros imaginarios, lo cual se puede hacer: a) primero se escribe el título y luego se recrea el argumento, o b) tras inventar la historia se le da título. 

También son prometedoras (o atolondradamente falsas) las primeras frases de los libros. Ya sabéis. Después de haber dejado atrás el título, la dedicatoria, algún preámbulo ensalzador de la obra y, quizá, alguna cita que al autor le inspiró (o que no tiene absolutamente nada que ver, lo cual no es un caso raro), pasas la página y, transida de expectación, te vuelcas en el verdadero inicio de la lectura:
<<El verano en que cumplió quince años, Melanie descubrió que estaba hecha de carne y sangre>>.

Y entonces te detienes, durante un instante, mientras tu mente paladea la frase y decide cómo continuará adelante, dispuesta a empaparse de las palabras que alambican la historia o dejándolas resbalar sin aprecio, impávida ante su poder de convicción más bien escaso. A veces depende de todo el primer párrafo, una cuidada arquitectura destinada a que te refugies en su interior. De cualquier modo, si en el primer punto y aparte no te ha agarrado por las orejas, es que algo falla. 

<<Estaba buscando un sitio tranquilo para morir.>>, <<Anoche soñé que volvía a Manderley.>>, <<En el pueblo había dos mudos, y siempre estaban juntos.>>, <<Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada.>>, <<Caía la nieve sobre la Ribera, grandes borlas blancas que velaban las grietas en las fachadas de sus casas en ruinas (...)>>, <<Sé sabio, oh mi dolor, y mantente más tranquilo>>.  Pueden ser evocadores o crudos, sutiles o contundentes; una simple gota, una corriente, un géiser. Pero siempre tienen que cogerte de la mano para arrastrarte en el paseo por el resto de las páginas.

No hace falta que tengan encajes ni bordados para resultar eficaces. Hay libros maravillosos que empiezan de puntillas y van cogiendo carrerilla a medida que avanzan párrafo a párrafo, capítulo a capítulo, y a veces te preguntas qué te mordió en el cuello para desplomarte de esa manera si (rápido ajetreo de los dedos entre las páginas para regresar a la primera) el inicio parecía una simpleza.

<<El señor de Kellynch Hall en Somersetshire, Sir Walter Elliot, era un hombre que no hallaba entretenimiento en la lectura salvo que se tratase de la Crónica de los baronets.>> ¿Qué tipo de frase inicial es esa? Una de lo más irónica, contestaría yo. Después de todo, así empieza una de las mejores novelas de la literatura inglesa del s. XIX, "Persuasión". No hay que fiarse de las apariencias. ¿No te lo dijo tu madre cuando eras pequeño? Pues te lo digo ahora: es una norma básica de supervivencia. Y en cuestión de lecturas, una regla de oro, porque en un libro nada es lo que parece. 

Aquí propondría otro juego: los inicios que te sorprendieron, te atraparon o te repelieron y qué sucedió después... Uy, he tenido que obligarme a parar. Si habéis llegado hasta aquí, habéis demostrado paciencia. Regresaré a mis lecturas, enfriaré mi lengua con el hielo de un té ruso y os dejaré pensar. 

* Notas bibliográficas: 

Por si alguien tiene interés en saber o recordar, los fragmentos iniciales citados pertenecen a las certeras plumas de Angela Carter ("La juguetería mágica"), Paul Auster ("Mr. Vértigo"), Daphne du Maurier ("Rebeca"), Carson McCullers ("El corazón es un cazador solitario"), Liev Tòlstoi ("Anna Karenina"), Ellen Kushner ("A punta de espada") y  Charles Baudelaire (el poema "Recogimiento", en "Las flores del mal").  Ah, y Austen, cómo no. 
Los títulos mencionados en la primera parte son obras de Carson McCullers (las dos primeras), Ferdinand Céline, Marcel Proust, Paul Verlaine, William Faulkner, Graham Greene, Tennesee Williams y Gerald Durrell.
Los libros vilipendiados en los primeros párrafos son absolutamente imaginarios, igual que sus autores (a excepción de Pynchon y Roth, claro está, nombrados sólo para dar mayor verosimilitud al sarcasmo), así que nadie puede demandarme por injurias.
Ah, y como curiosidad, 'Primeras impresiones' es un pequeño homenaje a Jane Austen. ¿Sabéis por qué?

Notas de cata de verano


Una vez al mes, tengo la intención de enfundarme el uniforme de catadora, no de comida ni de vinos, sino de libros, y anotar de forma breve el resultado de la prueba... ejem, de la lectura. Aproximadamente en un párrafo, intentaré resumir el argumento o idea central del  libro y mis impresiones. Espero no envenenarme en el intento.
Para empezar las catas y sus notas, en esta primera, comentaré algunos de los libros leídos durante el verano, tiempo de ligereza y buen humor sobre todo:

GILEAD / EN CASA. Marilynne Robinson

Si bien son novelas de lectura independiente, las comento juntas porque la historia de ambas convive temporal y geográficamente, incluso se complementan. Gilead es el nombre del pueblo donde ocurren los hechos de ambas, en los años 50, y el ambiente me recuerda al de obras de Faulkner o Steinbeck. En ellas se cuenta un fragmento de historia de dos familias vecinas, en cada libro desde uno de los puntos de vista. Escritos con maestría, cada uno de ellos se adapta estilísticamente a la perspectiva de la narración con el resultado de una gran calidad literaria. Dicho esto, viene el "pero": son tristes, muy tristes, y yo terminé el primero con un nudo en la garganta y el segundo sin poder aguantar las lágrimas.

LA LIBRERÍA DE LAS NUEVAS OPORTUNIDADES. Anjali Banerjee

Obrita sin ambiciones, es una lectura ligera ideal para el buen tiempo. Libros y libreros, lectores y escritores, fantasmas y romance… Reconozco que esperaba más de él, dados los ingredientes de los que parte; me hubiera gustado algo más de fondo, algo más de libros, algo más de intensidad... Pero está bien para pasar una tarde de calor en una terracita, con una clarita al lado, o en una tumbona al sol.


Una confesión: soy relectora

Supongo que es uno de los síntomas de mi bibliolocura, o quizá una consecuencia. No estoy segura. El caso es que recaigo en la fiebre de la lectura de libros ya leídos, padezco ansia por recrear lo ya conocido, no puedo resistir el vicio de saborear lo ya probado. Cuando un libro me ha gustado, lo guardo para mantenerlo a mano. Me gusta volver a tocarlo, abrirlo, pasar la mirada por las páginas ya conocidas buscando las que antes me fascinaron. Lo acaricio con los ojos igual que él me acaricia con las palabras. Codicio la sensación que mi memoria atesora, intento reproducirla, aprisionarla, quizá incluso aprenderla. Tan avariciosa que a veces envidio su poder, lo deseo para mí. Ojalá pudiera conjurar esa magia para hechizar con ella como me hechizan a mí. Busco entre las hojas el sortilegio y, no a mi pesar, vuelvo a verme atrapada…

Estoy maldita, supongo. Esta enfermedad de las letras será mi perdición.

El señor de los anillos, de J.R.R. Tolkien


Hay una marca profunda y larga, una espiral intrincada, que parece grabada a fuego vivo. Ese es el efecto que provocan las lecturas sucesivas, sobre todo si alcanzan o superan la decena. Mil noventa y cinco páginas de letra menuda, hundidas a plomo en mi mar interior, alimentando a los peces plateados de mi pensamiento.


Tenía 16 años cuando cayó en mis manos, por primera vez, “El señor de los anillos”. Y lo adoré. El mundo de los cuentos de hadas de mi infancia sufrió un vuelco, la fantasía cobró un nuevo significado y mi inclinación hacia la literatura fantástica acabó en un desplome brutal. Aquella obra monumental y maravillosa me pareció insuperable, más aún después de lanzarme obsesivamente a la búsqueda de otras maravillas semejantes. Leí, como enloquecida, todos los libros de temática fantástica que pasaban ante mis ojos e, incluso, me atreví a escribir (más bien esbozar) algunos relatos plagados de magia, seres míticos, gestas heroicas y otros lugares comunes. Los emuladores de Tolkien eran legión y me dejé absorber por ellos. Hasta que me atraganté. Demasiada épica y hechicería que repetía los mismos clichés, una y otra vez. Terminó desencantándome y volví al ‘maestro’ una y otra vez.



La magia de “El señor de los anillos” no estaba sólo en la acción dentro de sus páginas, sino que te atrapaba sin remedio. Más que una red, era un artesonado construido con la mayor precisión, cada viga en su sitio, cada pieza encajada a la perfección. Libro complejo, heredero de sagas nórdicas y creador de un universo propio, posee una arquitectura propia que impresiona tanto por sus dimensiones como por la riqueza artística de su interior. Una catedral de la literatura de fantasía.

Tolkien dotó a sus personajes de las cualidades heroicas de los habitantes de las viejas leyendas, pero también les dio una dimensión humana, o cuando menos cotidiana,, que nos acercaba más a ellos. Sus héroes tenían defectos, a veces incluso tenían poco de héroes. Frodo comienza como un antihéroe que se va cubriendo capa a capa con el aura de Sam, su Sancho Panza y Pepito Grillo a un tiempo. A muchos de ellos les acucian las inseguridades, las tentaciones, los miedos.


Uno de mis personajes favoritos, desde el principio, es Pippin, un niño jugando con mayores, un inmaduro que no quiere crecer pero se ve obligado a hacerlo. Y Faramir, hombre sensible y guerrero implacable, víctima de la actitud injusta de su padre. Cada uno se hizo fascinante para mí a su manera.


Ahora bien, si algo me sedujo, aparte de la brillantez de la historia y los personajes, fue el tratamiento, el estilo, sobre todo el humor. Como la amante de la ironía que siempre he sido, cada vez que lo releo (por completo o algunas partes, a mi antojo) disfruto con el humorismo que se despliega a lo largo de toda la novela, cambiante, a veces soterrado. Ese sentido del humor, precisamente, que me enamoró.


“El señor de los anillos”, en resumen, supuso una revelación, una catarsis que me condujo inexorablemente a la convicción de que la fantasía y yo nos pertenecíamos mutuamente. Lo curioso es que, una vez superado ese primer aturdimiento, la convicción no desapareció,, simplemente se fue adaptando con el tiempo hasta encontrar otras formas de expresión.
Gracias, John Reuben, por entrar en mi alma.

Marcas en el tronco de mi alma (y algunos arañazos en la corteza)

Están hechas de letras, de las palabras que respiro y que me alimentan, que me dan la vida y a las que también yo doy vida, y de imágenes que han ido fluyendo, y de la música que me corre por las venas.
Las vi llegar, o las oí, y las sentí entrar y acomodarse por los huecos que encontraban, y también reajustar el espacio a su alrededor para encajar de la mejor manera posible. Ahora son parte de mí como lo son el corazón y los pulmones; igual que ellos laten, respiran.

Son muchas las marcas, las palabras, las imágenes, las notas. Mi árbol no se ha formado por la superposición de círculos concéntricos sino por elipses, espirales, dibujos irregulares que se entrecruzan y entrelazan intrincadamente.
Dentro de mí hay un millar de historias recogidas, o quizá más, pero no todas dibujaron esas marcas. A estas alturas me resulta extraño desentrañar ordenadamente los nudos, así que no lo haré; después de todo, el caos también tiene su sentido.
No empezaré por el principio. Aunque la memoria no fuera caprichosa, y lo es, al resto de mí le gusta concederse caprichos de vez en cuando, como empezar por tirar de un nudo, de cualquiera, y a ver qué sale.

  
Del desorden (un caos)
nace el orden
-nace y fructifica.
De él se nutre el caos. El caos
nutre el árbol.
W. C. Williams, "Descenso"


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